Por: Yamile Garcia Bustamante

El río sigue en su apacible fluir, un hombre construye, remueve la tierra y la moldea con sus tibios silbidos, los niños lanzan sus gritos de combates imaginarios en el correr inquieto de sus mañanas atareadas, las mujeres van de un lugar a otro trasladando objetos, observando ávidas cualquier cambio en el espacio, -los orgullosos árboles de la cima han virado hacia el naranja, -dice una mientras inspecciona las hojas de su huerta experimental deseando que el verde permanezca intacto-. De la cocina solo vienen golpes repentinos de ollas, los aromas se han dispersado y confundido con el follaje. El viento llega y se detiene, se amaña, merodea despacio y el día transcurre en medio de la densidad del calor y la sensación de estar al margen del mundo.

Un indígena se desliza impertérrito por el camino e invento sus frases nunca dichas, sus pensamientos y quehaceres más allá del límite. Continúo armando los módulos que conformarán el panal, el papel se pliega bajo mis manos y mi imaginación vuela sin prisa, un módulo sucede al otro y pienso que equivale a una noche, cualquiera de las que me quedo insomne, atenta a sus sonidos, a sus ritmos, a sus intervalos, en los que insectos merodean y escucho su sisear; afuera no hay brisa, el silencio y la oscuridad son absolutos hasta que el respirar de una luciérnaga irrumpe con su magia, todos duermen, sueñan sus sueños de mundos desmedidos, me levanto y comienzo a dibujar, un trazo repetido que se une a otro cual un juego de pistas, un punto, un árbol, un trazo, un caballo, una serpiente, los vecinos, juntos, pacientes, un apesadumbrado conejo que me representa, yo ante la ferocidad de la naturaleza.

A la mañana, observo cómo salen diligentes las oscuras abejas del panal frente al taller, los días transcurren tranquilos, destrozando sus horas en secreto y ellas van y vuelven invariablemente, y les agradezco por esto; entonces, un módulo también podría equivaler a esa mañana, a ese día en que en nuestra mesa espera la comida y comemos sin pensar en el proceso de cada uno de los alimentos hasta allí. Alguien habla acerca de los panales de abejas monas que están en la vera del río o en la montaña más allá del pueblo Kogui y a ellas también debo agradecerles, y a las que desconozco por completo.

La obra toma en cuenta los recursos del lugar, la armonía que propone y por esta razón, “Intermitencias” incorpora la alimentación de un panel solar como fuente de energía para el encendido en la noche. Un fragmento de la obra se instala en la casa de los vecinos arhuacos, en razón a como veo su trabajo en esta parte de la Sierra, constante, cíclico, sutil, perseverante. Es una pieza más de mi historia, un capítulo que gira en torno a la paciencia, al hacer constante; otras dos partes se ubican en la cocina, lugar de reunión, y en el taller, flujo de energía constante.

Al final me convenzo de que cada una de las partes equivale a una experiencia, a la posibilidad de entender las relaciones como la complementariedad de los hombres y el espacio en donde la vulnerabilidad y la dependencia son pequeñas colonias de sensaciones al interior de nuestros cuerpos y mentes, con efectos reales sobre la vida. La naturaleza y lo humano, lo salvaje y amable a la vez en un equilibrio que recuerda la importancia de las abejas en el suceder constante de la residencia en la tierra.

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